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Publicado el 9 - 6 - 2002 en Diari Levante - EMV
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Tercera ola de chirimbolos

Pura Duart

Profesora de Sociología. Universitat de València

¿Qué se puede conocer del mundo? Desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, ¿cuánto espacio puede llegar a barrer nuestra mirada? ¿Cuántos centímetros cuadrados del planeta Tierra habrán tocado nuestras suelas?Georges Perec

El Ayuntamiento de Valencia ha decidido derrochar el dinero de los ciudadanos en otra oleada de chirimbolos. Calles y plazas están siendo destripadas o perforadas una vez más para instalar nuevas series de incontables cachivaches: rótulos, mamparas, rejas, bolardos, jardineras, farolas, etc, etc.... Algunas de estas protuberancias, las destinadas a dificultar o impedir el paso a los viandantes, muestran bien algunos de los para qué y para quién han sido pensadas.
La proliferación de barreras urbanas, esas que hemos de sortear dando vueltas y más vueltas hasta llegar a los cruces, se justifica oficialmente porque son, dicen, para proteger a los peatones. El meticuloso enrejado de algunas avenidas, como la del Regne, y de multitud de chaflanes, debe impedir que los automóviles atropellen a los descuidados paseantes. Las barreras les defenderán de sí mismos, sobre todo a los díscolos, capaces de atravesar por donde mejor les conviene, como si la calle fuera suya.
Sin embargo, una mecánica muy poco amable se esconde bajo este argumento “proteccionista”: encarrilar los itinerarios de los caminantes facilita la aceleración y sincronía del tráfico rodado, aumenta la libertad de éste a costa de la de aquéllos. Esta forma de programar la circulación contribuye a que los automovilistas olviden que hay otros que también tienen derecho a moverse sobre el asfalto, y que, por tanto, aunque disminuya el número de accidentes, los que se producen son aún más graves (los ciclistas y transeúntes holandeses no sobrevivirían si no estuviese regulada con firmeza la precaución de los conductores).

Este “paternal” modo de entender el gobierno produce un beneficio neto inmediato para los fabricantes y distribuidores del horripilante mobiliario que nos inunda. Además, esta política urbana, al sugerir que es necesario cuidar a los ciudadanos de a pie, como si fuesen incapaces de hacerlo por sí mismos, les sitúa del lado de la naturaleza , y, al adecuarse al ritmo que marca el discurrir de los coches, indica que éstos están del lado de la cultura, o del progreso, como dirán algunos.  Por el contrario, la primacía de los programas y las máquinas, sin guía humana, se opone a la civilización como lo artificial a lo cultural, es decir, subordina la lógica de la colectividad a la de la tecnología.
Valencia es una de las ciudades europeas por las que es más difícil moverse sin utilizar el  motor, debido a la rapidez del tráfico, el funcionamiento de los semáforos o la curiosa concepción del carril bici. Pero, en vez de aumentar la cantidad y calidad de los espacios libres, el número de accesos peatonales, o el tiempo que los semáforos permanecen abiertos para los andantes, la política municipal decide premiar con cercas y vallados a quienes usan el transporte público o el zapato. Este tipo de intervención institucional nos presiona con toda la fuerza que le presta su autoridad, para que todos ajustemos nuestro comportamiento a las necesidades del sistema tecnológico basado en el transporte motorizado. Los hechos -consumados, como gustan las políticas autoritarias- nos dicen a quién favorecen: castigando los comportamientos más cuidadosos con la naturaleza, menos voraces y más sanos, nos señalan que la razón está del lado de los “señores del petróleo”.

Existen ciudades sin paseantes. Las calles de Las Vegas no tienen aceras y quienes se atreven a pisarlas se arriesgan a ser sospechosos de enajenación o a ser detenidos por la policía. En cambio, también existen otras, como Amsterdam o Vallecas, sin ir más lejos, que muestran el futuro posible, el más posible.
Todos somos caminantes, aunque algunos también estemos en parte motorizados. Gastando los impuestos de los contribuyentes en kilómetros de jaulas y cercados antipersona, las autoridades no sólo muestran a quiénes sirven, sino que imponen y normalizan ciertos intereses, y, lo que es todavía más peligroso, los legitiman.

P.S. La afición por la estabulación de los vecinos ya tiene correlatos en el interior de la empresa pública. En las oficinas de Bancaixa, por ejemplo, donde suelen formarse largas colas, han incorporado a la decoración unas balizas para mantener a los clientes en orden. Es fácil imaginar que la dirección, asesorada por algún bien pagado experto en marketing, ha instalado estas vías pecuarias, con el fin de que los impacientes no se atropellen entre ellos, o aprovechen la espera para intercambiar malestares y tramar algún motín.

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