Trini Simó
Professora d'Història de l'Art, Universitat Politècnica de València
“Debemos reclamar y desarrollar a fondo los procedimientos de consulta, partnership y consenso propios de la democracia participativa que se invocan en los grandes tratados mundiales sobre el medio ambiente. Pero al entrar en ellos debemos recordar que, sin conflicto, no ha habido ni habrá nunca transformación social alguna” (Enric Tello “Una propuesta de democracia participativa para el cambio de modelo de ciudad”)
Parece claro que tanto el diseño de los edificios como el de la propia ciudad no se ejecutan siguiendo unos dictámenes abstractos. Es precisamente su característica social, de comunicabilidad pero también de estar inmersos en una cultura dada, lo que condiciona fuertemente todas las obras. En la arquitectura vive, disfruta o padece la gente. Pero la arquitectura es también un arte lleno de significado, a veces lleno de belleza pero que también puede producir rechazo. Y precisamente este significado, que nos introduce en el poder de las emociones, existe por el contenido y fin social tanto de la arquitectura como de la ciudad. Y he ahí su grandeza. Nos puede hacer desdichados un espacio construido, pero también puede reunir unas cualidades que haga que sus ocupantes se sientan a gusto en él. También, desde otro punto de vista, una arquitectura nos puede producir una intensa emoción debido a las ideas que nos transmite. Esto ya lo comprendieron los arquitectos ilustrados del XVIII y abogaban en reforzar esta cualidad: ellos le llamaban “arquitectura parlante” y creían firmemente en la comunicación que se podía establecer entre el ciudadano y la arquitectura.
Esa característica social, que condiciona tanto la obra como la ciudad, no supone una receptividad pasiva del ciudadano. Esto sería considerar a la ciudadanía como una masa sin criterios a la cual se le puede manipular según las conveniencias. Y este menosprecio a la conciencia social tendría unos costes altísimos que a la larga repercutirían en los propios ciudadanos, en la arquitectura y en la ciudad. Y no, no estamos en época ni de autoritarismos ni de despotismo ilustrado, sino de democracia.
Pues bien, hagamos que esta democracia no sea formalista y electoralista, sino real y participativa. Y es así, con el reforzamiento de la sociedad civil, cómo la ciudad se llena de sentido y fuerza. El ciudadano, si tiene un papel activo en la ciudad, si se le consulta o informa de una manera veraz, si sabe que sus opiniones cuentan se sentirá involucrado con su ciudad. No formará un colectivo apático, sordo ante los ideales, que acepta tanto lo que se le da como lo que se le impone (por ejemplo, a los valencianos, las paellas y las tracas y petardos) y que se encuentra incapaz de discernir nada que no sea los intereses exclusivamente propios, sino que sentirá la ciudad próxima a él, de manera que pronto adquirirá un sentimiento de orgullo y de responsabilidad, actitud indispensable tanto para su disfrute personal como para la propia ciudad, para su mantenimiento, sus características y su funcionamiento.
Por otra parte, cada vez se hace más urgente una política urbana en la que se introduzcan seriamente los valores medioambientales. Una política respetuosa con el medio ambiente debe minimizar en lo posible los impactos energéticos; controlar el gasto de la energía no renovable e ir hacia su paulatina sustitución mediante la implantación de energías limpias; reducir todo tipo de contaminación, la atmosférica en primer término, pero también la acústica y la lumínica; mantener una eficaz red pública de transportes que favorezca la movilidad al tiempo que se reduce la contaminación y se crea una ciudad mucho menos peligrosa y agresiva; introducir en la ciudad muchos árboles a ser posible de hoja caduca; sembrar la ciudad de pequeñas plazas arboladas, al menos una en cada barrio, para que puedan jugar los niños y los ancianos se reúnan; orientar y controlar el crecimiento urbano y prevenir y frenar su dispersión; proteger los pequeños comercios y dotar los barrios de los servicios necesarios favoreciendo su autonomía, de manera que las relaciones vecinales se intensifiquen y que la vitalidad humana circule por toda la ciudad, vivificándola; construir viviendas ecológicas que acepten las directivas de la Unidad Europea. Y finalmente, ante todo y como consecuencia de todo lo anterior, la ciudad debe aspirar a ser bella, creativa y diversa.
Pero todo esto no será nunca una realidad si la comunidad de ciudadanos (empresarios, vecinos, industriales, comerciantes, etc.) no participa. Es ahí, al hablar de llevar el ecologismo a las ciudades, cuando se evidencia la imposibilidad de introducir tales mejoras sin la colaboración de la ciudadanía. El ecologismo urbano debe de comprenderse desde la plaza hasta las viviendas, y es así, en la profundidad de las conciencias, en la intimidad de las casas y de cada uno desde donde debe de surgir la conciencia de todo lo que implica el aceptar y contribuir a un desarrollo sostenible. Y si no es así, el ciudadano se sentirá engañado. Demos fuerza a la democracia, profundicemos en ella, compartamos activamente los problemas urbanos, que son muchos, hagamos uso de la palabra pues necesitamos voces críticas, positivas y colaboradoras. Miremos más allá del mercado neoliberal que se nos quiere imponer y exijamos los procedimientos de consulta necesarios para comprender y actuar ante los nuevos problemas urbanos. Alejémonos de la apatía social a la que nos dirige un consumismo sin límites, encaremos nuestra difícil economía actual con el estudio, la acción y la solidaridad. Aproximémonos a esta nueva sociedad (nosotros, la nuestra), que surge más heterogénea y con mayores conflictos. Busquemos su cohesión.
Y vuelvo a repetir: una política de sostenibilidad es imposible llevarla a cabo sin la participación y el asentimiento de la ciudadanía.
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