Josep Maria Sancho i Carreres
Arquitecte-Urbanista, especialitzat en patrimoni arquitectònic
En la actualidad prácticamente todo el territorio es entorno vivencial, por intervenido o explotado o por su actual condición de accesible, sin embargo, se percibe como propio de cada uno, y paradójicamente, a la vez, como algo que no parece ser responsabilidad de nadie. La identificación o la valoración del territorio puede que esté llegando a casi todas las sensibilidades individuales pero su atención entra en una especie de responsabilidad difusa que se presume colectiva y de la que acaba siendo depositaria (por omisión o por convicción, según ante qué tesitura) la Administración Pública.
Algunos fenómenos modernos están en el origen de este cambio. En el apartado positivo indicaríamos la progresiva universalización de la educación y la información (bastante superficiales pero extensivas) que ha integrado en clave de normalidad el aprecio por los valores culturales y medioambientales.
En el apartado, sino francamente negativo al menos de efectos bastante contraproducentes, indicaría la pérdida de raíces físicas y culturales de la sociedades modernas en permanente concentración urbana, migración y desplazamiento, así como la inusitada accesibilidad y movilidad individual que disfrutamos, y la disponibilidad de potentes medios de transformación del medio al alcance de casi todos. De todo ello, la paradoja antedicha: con sensibilización abstracta o de escala planetaria cada vez mayor, el compromiso con el territorio próximo es cada vez menor.
Al tiempo, el territorio, sometido a la subcultura del progreso, se usa como un activo inagotable o se allana como simple interposición física para las actividades económicas. Su ocupación, auxiliada por la movilidad y accesibilidad sin límites, implica una antropización dispersa, extensiva, suya y mía, de todos y de nadie, sobre la totalidad. Una antropización general que podríamos llamar ‘de anónimo consumismo', junto a otra concreta, ‘de apropiación total', bien sea sectorial o privada, y que pasa por la transformación profunda, por la aniquilación irreversible.
El alcance de tales antropizaciones y la debilidad pública en acotarlas o regularlas, ha llevado a la selección de ‘reservas' medioambientales o culturales que se reconocen y protegen individualmente y que parecen abocadas también, -aunque sea de manera episódica y con la ironía justificativa de su disfrute social- a similar fagocitación consumista. Sin dudar de su merecida valoración, no dejan de hacer el papel de ‘justificación' de la ausencia de una ordenación territorial verdaderamente sopesada, y con todo, aún se ven coyunturalmente atacadas.
En este contexto, toda vez que se ha delegado su destino en los poderes públicos, la vinculación al territorio se hace más abstracta, menos concretada en un lugar, de modo que la explotación o defensa del mismo no queda suficientemente articulada con el conjunto social.
Se explicaría con ello el por qué la aplicación de legislación urbanística entra cada vez menos en objetivos y criterios, degenerando en una plasmación formalística, en un manual de procedimiento o de protocolo para que tal ordenación -la que fuere- sea ‘legal'. Como contrapunto, y en respuesta a esa abstracta sensibilidad medioambiental o cultural aludida, se instaura la legislación sectorial ‘de medio ambiente' y ‘de patrimonio'. Una legislación que requiere una combatividad o implicación cívica activa, para que en la práctica no se vacíe de contenidos y devenga en mera comparsa, también formalista, de la urbanística. Son legislaciones que, según se está viendo, se apuntalan a ritmo de movilización ciudadana y a golpe de sentencia judicial.
Bajo su amparo, de cuando en cuando, surgen brotes, escozores socioculturales centrados en un tema concreto, más o menos interesante y deudor de consideración (para ejemplos: el Botànic, el Cabanyal, l'Horta, la Serrania, la Marjal de Massamagrell, el Desert de les Palmes, la Serra d'Irta, Xàbia i la Granadella, el Penyal i l'Estany d'Ifac, el Benacantil, Tabarca, el Segura,...), pero, en todo caso, sintomático de que las realidades que denotan están inmersas en una globalidad sobre la que no hay ni la sensibilidad ni la atención suficientes. La ordenación complesiva del territorio es una cuestión irresuelta y la verdadera participación ciudadana en su destino, igual.
En esos escozores territoriales la ciudadanía se ve obligada a rascar y las excoriaciones delatan a causantes y conniventes. Al conflicto de intereses sigue el conflicto institucional e incluso el conflicto político y/o personal entre administraciones o sus máximos responsables (al final lo paga ‘pocaropa' como se ha visto en el reciente caso del técnico de Cultura). En algunos casos, las dimensiones de la pugna, por la alta sensibilidad cultural o emotiva de los temas, se agrandan hasta lo inverosímil, pues no existiendo mecanismos de mediación sociocultural -o mostrándose ineficaces o marginados cuando formalmente los hay-, y persistiendo un grave déficit democrático en el concepto de ‘autoridad', se producen reacciones de encastillamiento acorazadas con justificaciones de acoso político y legitimidad electoral (los casos del Cabanyal y del Benacantil serían paradigmáticos). Como nefasta consecuencia, la perversa defraudación del sentido de servicio que debiera orientar la acción pública, pues se desprecia por simple procedencia, no ya la puesta en práctica sino, incluso el conocimiento de las vías técnicas o económicas alternativas que podían dar solución al conflicto.
La causa mayor de esta fractura estará en la cercenadora arrogancia de aquel poder que se muestre incapaz de tender puentes al diálogo. También los medios de comunicación tienen arte y parte pues, si bien algunos han catalizado argumentos y opiniones alternativas, e incluso incentivado alguna catarsis resolutiva, abundan otros que se abrazan al seguidismo sectario o a la transmisión directa de las consignas del poder -pecado capital, corrupción de la que no quiero ni hablar- y la mayoría no pueden resistir la tentación venial de banalización, de búsqueda de respuestas fáciles para el consumo diario y entre ellas, la tensión entre protagonismos que pasa a ser, las más de las veces, el nudo morboso de la noticia y, a partir de un punto, la clave agudizadora de una obcecación política o personal sin vuelta atrás.
Pero, lógicamente, la responsabilidad última será de los/las obcecadas/os y del conjunto de la sociedad civil, en particular de aquella porción que teniendo crédito en el entorno del poder -como por ejemplo intelectuales, profesionales, profesores, artistas,... y funcionarios de su cuerda-, no osan ejercerlo, abdican de cualquier compromiso cívico por temor a perder no ya prebendas sino simple reconocimiento de ‘ser alguien' en su restringido círculo. El escozor del Botànic, que a estas alturas del conflicto podríamos calificar como ‘menos comprometedor' para el núcleo del poder y sus actuales primeras figuras (el impacto paisajístico es de cajón, la Ley de Patrimonio Valenciano reclama protección y oferta instrumentos coercitivos para aplicarla, los promotores inmobiliarios locales ya han visto sobradamente satisfechos sus intereses en otro lugar y el hotelero foráneo que aún persiste, con su talante y acciones -desde anuncios en prensa a emplazamientos penales contra los responsables de Cultura-, debería haber perdido cualquier simpatía o complicidad en las alturas), sería una víctima evidente de esa abdicación pues, en seis largos años, las razonables alternativas ofrecidas por colectivos independientes, aún no han merecido su apoyo, ni siquiera con los ojos -y las inauguraciones- puestos en la celebración del Bicentenario del 2002.
Un panorama lamentable y deprimente donde los haya pero que no puede justificar la renuncia de los demás a rascar en los nuevos escozores que puedan surgir. Para algunas personas conocer, difundir, debatir y proponer alternativas sobre estas cuestiones más o menos puntuales puede ser, en un determinado contexto político, una manera positiva de resistir y reivindicar, pero para todas debiera ser, simplemente, una manera de mantener viva la llama de la participación cívica en las riendas de nuestro entorno: que no esté suficientemente reconocida como un derecho, no significa que deje de ser un deber.
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