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Publicado el 20 - 4 - 2003 en Diari Levante - EMV
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Paisaje e identidad

José Albelda

Profesor Universitat Politècnica de València

“(...) De esta conciencia inicial nace el dolor, más o menos explícito y concreto, por los paisajes perdidos, productos irrecuperables del tiempo, de hechos naturales y humanos insertos en la evolución y la historia, en los que encontramos nuestro propio sentido. Los paisajes son testigos culturales, legados como las artes, el pensamiento, la literatura de un país, pero envueltos en vida.” E. Martínez de Pisón. El paisaje, patrimonio cultural.

Sabemos que la evolución del paisaje depende de cómo interaccione con él la cultura que se asienta en el medio físico. Cierto es que el territorio siempre ha cambiado a lo largo de los siglos por cuestiones climáticas y por la interacción de las especies que lo pueblan, pero dicho cambio se ha acelerado drásticamente desde que los grupos humanos comenzaron a servirse de una técnica cada vez más poderosa para reordenar el mundo según sus necesidades y deseos. En la medida en que la dinámica de transformación sigue aumentando exponencialmente, fruto de nuestra sociedad tecnoindustrial y del actual modelo socioeconómico que la alienta, comenzamos a percibirla no ya como una actitud culturalmente positiva, sino como un proceso las más de las veces irreversible que destruye un patrimonio de gran valor cultural y ecológico. Podemos remitirnos al ejemplo más sangrante de nuestro entorno inmediato: en muy pocos años, el legado de una cultura agrícola milenaria que arropaba a la ciudad de Valencia, está siendo sistemáticamente arrasado. En el mismo sentido, el resto del territorio se ve sometido a profundos cambios que rompen la continuidad del paisaje, como los grandes desmontes para la construcción de autopistas y los trazados de líneas del AVE, las nuevas plantaciones de naranjos que van colonizando las faldas de las montañas y dañando el bosque o las numerosas industrias que se erigen, sin ningún respeto ambiental, en medio de paisajes agrícolas.

Ante un proceso de transformación tan acelerado, debemos insistir en la importancia que entraña la preservación de los paisajes y especialmente aquéllos que mejor conservan sus características ecosistémicas autóctonas. No olvidemos que ese paisaje que a lo largo de los siglos vamos conformando, también a nosotros nos da forma. Los cambios en el entorno siempre afectan a nuestra identidad como pueblo. Sin embargo desde los años sesenta, y con una mayor virulencia en la última década, los modelos de intervención en el territorio no mantienen ningún respeto por el paisaje entendido como cultura, ni por el equilibrio estético y ecológico del entorno natural en el que se proyectan los asentamientos humanos. La anodina expansión de ciudades y pueblos a través de innumerables urbanizaciones de adosadas clónicas o la construcción insaciable en la costa, se convierten en el ejemplo paradigmático. Resulta difícil de imaginar que alguien considere una mejora ambiental o paisajística la destrucción de un bosque para construir un campo de golf, o la desecación de alguno de los escasos humedales que nos quedan para levantar impersonales edificios. Un desarrollo económico basado en la sobreexplotación del territorio sin atender a sus impactos paisajísticos, confirma la decadencia cultural y ambiental en la que nos encontramos.

Sólo podremos proteger aquéllo que consideremos verdaderamente importante. En ese sentido, es un error pensar que todas nuestras necesidades se pueden ver satisfechas en el reducido ámbito de lo privado. Tras la casa, el segundo lugar social de la persona es el pueblo o la ciudad que habita; luego, el paisaje en el que se inscribe, la referencia ambiental que acompañó su crecimiento y que nos gustaría que cambiara lentamente, acorde con la evolución biológica de nuestras propias vidas. Desde esa dimensión vital el paisaje es un bien común, independientemente de quién sea el dueño del campo o del bosque que admiramos. Mantener el paisaje identitario debería ser un objetivo prioritario para un actuar político bien entendido, el que defiende el interés común por encima del enriquecimiento inmediato de unos pocos. Por desgracia esto no está ocurriendo. Se preservan lugares puntuales y reservas ecológicas, tematizando una experiencia de la belleza del entorno que antes era mucho más cotidiana y se desprotege, sin embargo, la integridad paisajística del resto del territorio.

Pero defender la conservación del paisaje no implica negar la necesaria proyección de la economía en el medio físico. Lo que subrayamos es que el efecto en el territorio de nuestro actual modelo socioeconómico, además de ser ecológicamente insostenible, está destruyendo la memoria cultural depositada en los paisajes que nos vinculan con nuestra historia. Resulta paradójico que a la vez que se consolidan mercados sensibles a la diferencia en calidad de vida que puede proporcionar el territorio mediterráneo, particularmente la dieta y el propio medio ambiente, los fuertes se empeñen en limar esa diferencia con hormigón, sacrificando unos valores que podrían mejorar la calidad de nuestra economía y del empleo a medio y largo plazo. El verdadero reto estriba, pues, en saber reequilibrar economía y ecología, que no por casualidad participan de una raiz etimológica común. El lugar ambiental, lo que antes llamábamos nuestra tierra, colabora en la construcción de nuestra identidad colectiva e individual. Aceptar el deterioro del paisaje identitario, sacrificarlo al dictado ciego de homogeneidad implícito en una globalización que no sabe de belleza del lugar ni de bienestar humano, es aceptar morir poco a poco como pueblo, romper el importante vínculo que une historia, lengua y entorno físico diferenciado.

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