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Publicado el 16 - 9 - 2001 en Diari Levante - EMV
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¿Eres tú mismo en el turismo?

José María Nácher

Profesor del Departamento de Economía Aplicada. Universitat de València

Tendremos en estos primeros días de septiembre los primeros balances de la campaña turística estival. Es probable que de los diferentes indicadores se pueda concluir que la Comunidad Valenciana ha registrado un comportamiento un poco peor respecto de años anteriores. Podríamos indicar también los atascos kilométricos con y (peor) sin aire acondicionado, las repentinamente evidentes caídas en el suministro eléctrico, las menos notorias pero innecesarias pérdidas de agua potable y, claro, las controversias míticas y sobre artes y ciencias. Los varios y bastante incomunicados responsables del turismo en la capital presumirán bastante. Siempre es más fácil crecer de la nada.

Pero el turismo en nuestra región es un incomprendido. Ya sé que cuesta creer que una de las pocas comprensiones del turismo valenciano proceda de un país cliente. Pero sí, la mayoría de especialistas reputados en el turismo en la Comunidad valenciana no son valencianos, ni siquiera españoles. Son ingleses. Muchos de ellos sostienen que en lo que se refiere a la satisfacción de experiencias de éxtasis por abandono y suspensión, los destinos costeros de la España mediterránea no tendrán rival entre los gustos y bolsillos de la mayoría de familias europeas por mucho tiempo. Es verdad que dos alemanes llamados Friedrich Nietzsche y Thomas Mann sospecharon algo de esto ya hace algún tiempo. Pero no eran científicos ni elaboraban indicadores precisos y, bueno, tampoco los alemanes han alcanzado la fama sometiendo a escrutinio nuestro turismo litoral en las universidades. Sí lo han hecho sus empresarios, alemanes, y también los empresarios británicos. Y se han hecho de oro comercializando allí lo que tenemos aquí.

La razón fundamental de este casi monopolio turístico del que se beneficia la C.V. está en la naturaleza y en nuestro saber hacer con las cosas del ocio y el entretenimiento, una especialización en la oferta de recreación ligera, superficial, vulgar y, en consecuencia, popular, un tipo de capital humano que tampoco es independiente del mediterráneo y que, como todos sabemos, nosotros mismos a menudo despreciamos. La naturaleza nos dio el ecosistema, el escenario y nos puso cerca de ellos, los septentrionales, quienes, con su tenaz disciplina pero también con sus influencias romanas, nos echan de menos. Después nos hizo extrovertidos al permitirnos vivir al aire libre, o sea, convivir con la tierra, el sol, el aire, el mar y el prójimo con mucha mayor frecuencia que a ellos. Y, tal y como explicaba Ricardo Almenar en estas misma páginas en el mes de julio, como el ecosistema mediterráneo es menos espléndido que otros, nos hizo sensatos en el uso del medio natural para evitar despilfarros. La sensatez no había estado reñida con la alegría de vivir. Por eso cuesta entender el turismo valenciano, sus causas, sus consecuencias. Porque parece fácil y natural, sobre todo a nosotros, que somos productores y clientes.

Si le hago caso a los europeos del norte, debo preocuparme ante el esfuerzo e ilusión con que muchos de nuestros estrategas se empeñan en infestar la costa de más cemento y acero, sin duda cimientos compartidos de civilización, pero nunca señas de nuestra identidad. Cuesta creer que para seguir alimentando la inmensa y potente máquina de la industria turística regional haya que poner en peligro por indiferencia e incomprensión los rasgos de un modo de vida que nos era propio y en cierto modo exclusivo.

Casi todos los nuevos atractivos que crecen como setas, centros comerciales y/o de ocio o equipamientos culturales, tanto para el uso de nosotros mismos como de los turistas foráneos, o también esas urbanizaciones- club , cerradas en sí mismas, ya sean de chalets, apartamentos, adosados o pisos, tengan fines residenciales o turísticos, para disfrute foráneo o, peor, nuestro, con sus infraestructuras de enlace, todo ese rosario de nuevos centros y semi-ciudades no sólo responden a un modo de vida gigantista y altamente consumidor de territorio que, como también señalaba Almenar, nos es impropio sino que tiene consecuencias más discutibles en las conciencias de los mediterráneos: los nuevos centros nos descentran.

Si no tratamos de preservar con parecido ahínco y esfuerzo presupuestario la ciudad y el pueblo, en la costa o no, sus calles y plazas y centros simbólicos que unían la diversidad de trayectos al aire libre, promovía el encuentro y el intercambio, la posible mezcla entre todos los que andaban, puede que estemos sembrando el final de nuestra propia naturaleza, no sólo la naturaleza natural sino humana , la que, al ser cotidiana, no parece sumar puntos, no parece que sepamos ni queramos preservar. Sin embargo, nuestra jovialidad y nuestro gusto por el ocio compartido espontanéamente frente al ocio de recinto y horario controlado son aún fortalezas competitivas ante ese futuro de riesgo del que tanto oímos pontificar, virtudes quizás que, como bien saben algunos ingleses y alemanes de antes y de ahora, son las que prefieren esos turistas llamados de calidad que algunos echan de menos y no saben cómo atrapar.

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