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Publicat el 26 - 5 - 2002 a Diari Levante - EMV
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"Progreso" y obediencia

José Albelda

Professor Universitat Politècnica de València

Cada avance de la técnica exige, si lo que se quiere es producir un aumento y no una disminución de la felicidad humana, un aumento correlativo de cordura. Ha habido durante los últimos ciento cincuenta años un avance de la técnica sin precedentes, y no hay ninguna señal de que el ritmo de este avance esté disminuyendo. Pero, en cambio, la cordura no ha avanzado ni lo más mínimo. Bertrand Russell (citado en: Un mundo vulnerable de J. Riechmann ).
Resulta relativamente fácil rasgarse las vestiduras ante un problema medioambiental cuando éste ha hecho crisis y se ha manifestado de forma catastrófica. Sin embargo es costoso mostrar los riesgos cuando permanecen ocultos, agazapados tras las aireadas bondades de las nuevas tecnologías que se van incorporando a nuestras sociedades. Hace poco Jorge Riechmann nos recordaba en una lúcida conferencia que cultura y técnica son indisociables, que no cabe hablar del ser humano sin contemplar su afán por intervenir instrumentalmente en su entorno, desde el hacha de silex hasta la conquista de marte. Pero eso no tiene porqué conllevar, advertía, que acabemos siendo servidores ciegos de su desarrollo exponencial, sin que medie ya nexo alguno con la felicidad humana, el equilibrio con el entorno o nuestra propia supervivencia como especie.

Cuando se inició en EE.UU. la expansión de la industria del automóvil, nadie podía pensar que semejante artilugio que sólo prometía ventajas podía llegar, con los años, a cambiar la faz de la tierra con una tupida red de asfalto, matar anualmente a cientos de miles de personas en todo el mundo y ser el responsable de la cuarta parte de las emisiones que están causando la desestabilización climática. Todo esto, que de golpe nunca habría sido aceptado, lo hemos ido incorporando a nuestra forma de vida con esa lenta progresión que impide el cuestionamiento; hasta llegar a convertirse, la industria de la automoción, en uno de los más sólidos pilares de nuestra economía. Una vez alcanzada la plena integración cultural, una tecnología, por dañina que sea, resulta demasiado cotidiana y poderosa como para ser eliminada o, simplemente, controlada.

El ejemplo del coche, elegido entre otros muchos posibles, debería hacernos más precavidos. Pero no es así. La fascinación por lo nuevo, junto con todopoderosas campañas publicitarias han logrado, por ejemplo, la implantación de la telefonía móvil en un tiempo record. Un objeto sin especial relevancia que antaño reposaba en la mesita del comedor, se ha transmutado en un símbolo de contemporaneidad que todo el mundo debe llevar consigo. Y, aunque esto ya no se publicite tanto, para que el móvil funcione hace falta llenar el mundo de antenas repetidoras; antenas que últimamente están creando una cierta alarma social. El procedimiento se repite: se extiende masivamente una determinada tecnología prometiendo su inocuidad -o su bajo impacto en relación a sus altos beneficios- y, una vez creada la inercia social de su uso, que comiencen a protestar los que se dicen afectados por problemas que no fueron previstos a priori. Se podrá retirar una antena tras una larga lucha, pero no se está cuestionando el modelo. No se trata de demonizar las tecnologías en sí, sino de criticar su imposición todopoderosa y la confiada obediencia social con la que son acogidas. Inercia cultural que nos lleva a sentir fascinación por ese aspecto tan reducido del progreso posible: el esplendido crecimiento de nuestra creatividad técnica, que tanto ha relegado nuestras otras pulsiones culturales: el pensamiento humanista, el avance de la ética, de la razón.

El tránsito, lento pero seguro, de la ya antigua sociedad del bienestar a la muy actual sociedad del riesgo, tiene mucho que ver con nuestra dificultad para controlar la alianza entre tecnología y neoliberalismo, según se va desvaneciendo la antigua confianza en el estado como mediador eficiente entre el beneficio privado y el bien público. Mientras tanto, las formas difusas e invisibles de contaminación se van convirtiendo en condición de normalidad. Hace unos meses, un estudio científico realizado sobre población universitaria advertía sobre la creciente infertilidad de los hombres, relacionada con el aumento de contaminantes químicos que ingerimos cotidianamente según bebemos, comemos o respiramos, actos de los que resulta difícil prescindir. ¿Hasta dónde serán siempre mayores los beneficios que los costes?

Un ejemplo más, de otro cariz, para los ojos que se empeñan en no ver.  tras el 11-S, y por si había alguna duda sobre la inseguridad consustancial a las centrales nucleares -oficialmente inocuas hasta Chernóbil- , un grupo de activistas de Greenpeace lograron sin especiales dificutades desplegar una pancarta sobre la mismísima cúpula del reactor de Zorita. Todo un ejemplo de control. Y todavía resuena en nuestros tímpanos la disyuntiva de Loyola de Palacio, a modo de amenaza: o nucleares o cambio climático. Es decir, un tipo de riesgo catastrófico o, como opción alternativa, otro tipo de riesgo también catastrófico. Algunos nos preguntamos si fallará algo en este planteamiento, puesto que los dos senderos de una bifurcación nos llevan, con un alto índice de probabilidad, al desastre a medio o largo plazo. ¿No habremos equivocado el camino, cegados por la propia inercia de la carrera, por el sumiso ejercicio de la obediencia?

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