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Publicat el 16 - 12 - 2001 a Diari Levante - EMV
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Las tareas de la cultura

José Albelda

Professor Universitat Politècnica de València

Da la sensación, ante los acontecimientos que estamos viviendo a nivel mundial, pero también a otras escalas, que estamos entrando en un nuevo periodo de oscuridad, un paradójico medievo en el que la ceguera no viene producida por la ausencia de luz, sino por su exceso, por una acumulación de puntos luminosos que nos hace entrecerrar los ojos de la razón. Se decía que antaño los poderosos solían consultar a los sabios para pedir consejo ante importantes decisiones de estado. Tal cosa resultaría impensable en la actualidad. Ni siquiera nos hacen falta ya los augures. Los principales motores que transforman el mundo se han convertido en autónomos, definitivamente ajenos a cualquier influencia que no se desprenda de la propia inercia de su desarrollo, que habitualmente se concreta en el recurrente y falaz argumento del progreso. Ante tan poderosa inercia, el pensamiento y la cultura han ido reculando hacia un lugar más bien modesto, en lo que respecta a su capacidad para influir en el curso de la aventura humana.
 
Tenemos el ejemplo, aún caliente, de la reacción de analistas e intelectuales ante los sucesos que se han ido desencadenando tras los atentados de septiembre. Las páginas de opinión -de por sí endebles, frente a las constantes informaciones ya decantadas hacia la espectacularidad de la guerra, mediáticamente tan atractiva-, se vieron nutridas por un buen número de impagables artículos que reclamaban lucidez, basándose en el conocimiento profundo de las raíces de los conflictos. Pero toda esta cultura responsable se vió rápidamente barrida por la aplastante lógica del poder; sencilla, maniquea, predecible. Un ninguneo prepotente y reiterado de los argumentos ilustrados, que confirma una vez más la escasa fuerza con que se cuenta para intervenir en los procesos que van conformando nuestra realidad.

Ante un terreno tan hostil, se comprende la tentación de buscar refugios aparentemente más seguros: por ejemplo, autolimitarnos al ámbito académico, hablando a los pocos que sí quieren oir o que se ven obligados a hacerlo. O cultivar un pensamiento centrípeto y especializado, una cultura intramuros que no resulta molesta en absoluto, sin necesidad de lidiar con la obcecada realidad exterior, que se empeña en no obedecernos. Queda también la apetitosa opción del mercado de la cultura y del pensamiento aplicado a los más diversos desarrollos. Jamás se han visto tantas publicaciones, congresos, festivales, grandes exposiciones y encuentros culturales. El público anda estresado para poder responder a tantísima oferta, en ocasiones de calidad. Lo apuntó muy bien Baudrillard en su libro Cultura y simulacro y siguen estando vigentes sus premisas, a pesar del tiempo transcurrido. Hoy en día, la cultura-espectáculo puede multiplicar sus eventos sin dejar apenas rastro en el funcionamiento cotidiano de la vida, sin cambiar un ápice la simplificada cosmovisión que progresivamente se nos va imponiendo. Es cierto que siempre se ha necesitado una buena dosis de espectáculo donde reposar la mirada cansada de lo cotidiano. Pero, a pesar de su importancia, no debemos conformarnos tan sólo con ésto.

Son, pues, tiempos difíciles, también para la cultura. Ciencia y pensamiento, arte y técnica ya no marchan unidos. De hecho, hace ya tiempo que se escindieron sus caminos. No vence la razón, vence la ceguera, continuamente estimulada por un aprendizaje pragmático, estrecho, ignorante. Lo decía muy bien Forges, hace poco. En un ladito de la viñeta un padre junto a su hijo pequeño, contemplando extasiados el resto del recuadro vacío. El padre le dice: ³hijo mío, algún día, toda esta nada intelectual será tuya².

Nos sentimos huérfanos de un tiempo en el que la razón tenía más peso. Las palabras que escribimos o decimos casi nunca cambian el obcecado curso de los acontecimientos que consideramos negativos. Y lo sabemos. De ahí quizás que nuestra actitud diste mucho de aquella deslumbrante radicalidad que encontramos en gente como Simone Weil, cuya vida fue plegándose a las estrictas pautas que su pensamiento le marcaba. Tiempos aquellos en los que todavía se pensaba que, con esfuerzo, la razón triunfaría.

Pero no por ello se debe dejar de decir. Simplemente hay que aceptar que las palabras razonables fertilizan a la humanidad sólo de forma intermitente. Hay que aceptar que, al igual que los esforzados gestos colectivos, no siempre solucionan de inmediato los urgentes agravios contra la condición humana o el planeta. La palabra que denuncia un momento de la historia no suele cambiar los grandes ciclos en los que ese momento se ve inmerso. Y su capacidad de transformación, que la tiene,  no se puede medir en un tiempo corto, el que desearíamos para poder comprenderla. Pero, a pesar de todo, es irrenunciable reclamar lucidez, colaborar en la comprensión de los sucesos que nos hieren, describir las falacias, rompiendo falsos absolutos y deseos infantiles de mundos perfectos. Como decía Ernesto Sábato, ésa es una de las principales tareas del intelectual y de la cultura: decir verdad para iluminar nuestra mirada, lidiando con los tiempos que en cada momento nos toca vivir.

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