María Diago
Biòloga i Consultora Ambiental
“Ponerse de acuerdo. Ésa parece ser la divisa ineludible para la próxima reunión del G-8, si se piensa en el cambio climático”. Ricardo Lagos, ex presidente de Chile, representante del secretario general de la ONU para políticas de cambio climático.
El calentamiento global de la atmósfera terrestre acaba de abrir nuevas expectativas de negocio para las grandes multinacionales que controlan el mercado energético mundial, a saber: los supuestos yacimientos de gas y petróleo que se encuentran bajo el Ártico. El deshielo del Polo Norte –que ocupaba una extensión de poco más de 8 millones de kilómetros cuadrados en 1979 a 5,3 en 2007-, facilita la accesibilidad a estas fuentes de energía no renovables al disminuir significativamente sus costes de explotación, y lo que hace unas décadas ni siquiera se contemplaba como factible, hoy se convierte en un codiciado punto de mira para estas compañías energéticas. Hay que tomar el dato con la prevención que corresponde, pero se presume que aproximadamente un 25% de las reservas totales desconocidas de gas y petróleo se hallan bajo el Ártico. Un bocado demasiado suculento como para dejarlo escapar. Y el conflicto se disfraza bajo la apariencia de una lucha por la soberanía de este territorio cada vez menos helado por parte de los estados que puedan tener intereses: Estados Unidos, Rusia, Canadá, Noruega y Dinamarca.
Paralelamente a este hecho, la evidencia del cambio climático es tal, que las cumbres, reuniones de alto nivel y conferencias sobre ello se suceden unas tras otras; la próxima será aquí en Valencia, a partir de la semana que comienza mañana. Lograr acuerdos internacionales resulta harto difícil, y los compromisos adquiridos para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero apenas alcanzan unos mínimos objetivos sobre el papel, y mucho menos en la realidad.
En esta situación, ¿sería posible compaginar la aplicación de medidas contra el cambio climático y seguir explotando los nuevos recursos no renovables que aparecen ahora a nuestra disposición? Difícilmente, sin duda. El nulo valor medioambiental y económico que se otorga a una ingente masa de hielo en forma de casquete polar hace que así sea. El efecto que esta masa de agua congelada tiene sobre las corrientes marinas, la productividad primaria de los océanos, las corrientes atmosféricas o el mantenimiento de la diversidad biológica parece que no importa a ningún gobernante, como si la existencia del Ártico tuviera un carácter puramente anecdótico, y los servicios medioambientales que gratuitamente presta al conjunto planetario fueran prescindibles para el mantenimiento de las economías actuales.
Para que se pudiera alcanzar la sostenibilidad medioambiental respecto del consumo energético y la producción de emisiones a la atmósfera, serían necesarias varias circunstancias. En primer lugar, la existencia de un acuerdo entre todos los agentes implicados dirigido a la adopción de medidas contra el cambio climático, puesto que éste tiene un carácter global en los dos hemisferios. Un acuerdo que debería ser tomado lo antes posible, ya que en el supuesto caso de que empezaran a aplicarse estas medidas en este preciso instante, los efectos del calentamiento perdurarán todavía durante muchas décadas.
En segundo lugar, el cese de los oligopolios energéticos. Por poner un ejemplo, la dependencia energética de la Comunidad Valenciana llega hasta el 98%, es decir, prácticamente el 100% de los recursos energéticos que consumimos provienen del exterior. Es fácil adivinar las tensiones que se producirían y el riesgo en el suministro en el eventual caso de que aflorara algún conflicto político, económico o bélico en alguno de los países proveedores. La situación de debilidad y fragilidad en que se encuentra nuestro sistema es evidente.
En tercer lugar, y derivado de lo anterior, sería necesaria la desglobalización del mercado energético. Sin desdeñar un porcentaje mínimo de fuentes energéticas no renovables, habría que buscar una participación significativa y real de las energías renovables alternativas, adecuándose a las características de cada territorio para optimizar su uso.
En cuarto lugar, todas las demás medidas no lograrían lo suficiente si no se aumenta también significativamente la ecoeficiencia de nuestros sistemas. No solamente las emisiones a la atmósfera son tan brutales por los millones de toneladas de gases que se vierten a ella (debido al transporte, a la industria, a los sistemas de climatización, etc.), sino que esas toneladas son las que son por el escaso rendimiento de los procesos productores de energía.
Por último, también es necesario un cambio y educación en valores que induzca al ahorro energético y que, parafraseando al arquitecto Mies Van der Rhoe, se puede expresar muy bien como “menos es más”.
¿Para cuando tendremos una respuesta eficaz, clara e inmediata por parte de los políticos que tienen el poder y la responsabilidad de tomar decisiones en esta línea? Sería ingenuo por su parte pensar que seguir manteniendo el modelo de producción-consumo imperante desde la revolución industrial puede ser válido por tiempo indefinido y que los costes derivados de éste pueden ser asumidos alegremente. Aparte del coste ambiental, sólo ante la duda del más inmediato, el bélico, tendría que ser suficiente para decidir un cambio de rumbo y conseguir un acuerdo consensuado en todas las condiciones expuestas en los párrafos anteriores, para avanzar hacia la sostenibilidad ambiental del planeta. Esperemos que no tarden mucho.
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