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Publicado el 7 - 1 - 2007 en Levante - EMV
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Pequeños totalitarismos urbanos

José Albelda

Profesor Universitat Politècnica de València

(…) "el centro de la ciudad y los espacios públicos han visto reducido su carácter, fundamental en otro tiempo, de lugar privilegiado de expresión colectiva y de reafirmación de la existencia y de la unidad del grupo en su cultura y estructura social. Lo chocante en todo esto es que nadie se haya levantado para oponerse a los desmantelamientos de los que ha sido objeto el centro a partir de los años cincuenta". J. Remy, L. Voyé. La ciudad. ¿Hacia una nueva definición?, Bassarai, 2006, p. 135.

Junto a conocidos modelos totalitarios extremos, que inocentemente consideramos distantes o pertenecientes al pasado, convivimos en lo cotidiano con otras formas de totalitarismo más sutil, que en gran medida se nos pasan desapercibidas. Nos vamos adaptando a ellas porque se imponen sin mediar pregunta, desde la política de hechos consumados y rehuyendo siempre el debate público. Se nos presentan como cambios inevitables de una ciudad comprometida con el progreso, supuestamente en un único sentido posible, cuando muchas otras ciudades evolucionan en otra dirección, buscando mejorar los espacios públicos y revitalizando los barrios como núcleos de identidad urbana.

Desde este colectivo se han ido analizado poderosos modelos impuestos a la ciudad de Valencia, como la destrucción de la huerta periurbana, el crecimiento urbanístico que se beneficia de los hitos arquitectónicos grandilocuentes, la decidida apuesta por una ciudad temática en lugar de una urbe más habitable, etc. Centrémonos ahora en otra escala más pequeña, pero no por ello menos importante, pues es con la que convivimos en nuestra vida cotidiana.

El primer paso para percibir los pequeños totalitarismos urbanos siempre ha sido la mirada consciente, el darse cuenta. Desde esa mirada percibimos, como paseantes, la habitual estrechez de las aceras, breve espacio flanqueado por la siempre amenazante hegemonía del tráfico y los efluvios cada vez más frecuentes de los aires acondicionados de los comercios –bien mirado, una nueva expresión del bienestar privado en detrimento de la calle, que nos es común a todos. Aceras que si son algo más amplias se ven pronto saturadas por las mesas de los restaurantes, no siempre atentos al justo reparto del espacio, dejando angostos pasadizos por donde los paseantes se cruzan intentando no tropezar con los comensales. Junto a las mesas, podemos encontrarnos con alcorques clausurados por una chapa metálica, quizás para que no se desequilibren las sillas de los citados restaurantes. Hierro que va ahogando al árbol según éste, inconsciente, insiste en seguir creciendo.

En algunas zonas de la ciudad, nos topamos con un paradigmático ejemplo del progreso técnico mal entendido: los cachivaches que recogen las modestas hojas secas otoñales, empujadas por unos bufadores que levantan considerables nubes de polvo. Todo ello acompañado por un ruido estruendoso e incomprensible dado el tamaño del comehojas en cuestión, que supuestamente limpia, a la vez que contamina nuestros oídos y también nuestros pulmones con sus considerables gases de escape. Cómo añora uno la silenciosa, eficiente y nada contaminante escoba de palma, o su actualización como cepillo sintético con carrito multiuso… Otros cachivaches progresistas se afanan en lavar la acera como si de mármol se tratase, para lo cual el peatón tiene que bajarse a la calzada ante la invasión del único espacio donde nos considerábamos a salvo. Pero ante el avance de las nuevas tecnologías de la higiene pública no hay lógica que valga.

Si atendemos a la arquitectura, veremos barrios históricos como Russafa minados por nuevas construcciones clónicas y anodinas, rompiendo la unidad estética de conjunto. Con fachadas aparentemente gestadas a partir de un mismo plano, como para ahorrar costes, y casi todas ellas de ladrillo visto, que yo creía felizmente desterrado desde la nefasta arquitectura de periferia de los años 60. Edificios con miradores, espacios clausurados que ya no pueden albergar pancartas, macetas o molinillos de viento, todo aquello que permitía personalizar los atractivos balcones de reja, ese importante lugar permeable entre la intimidad doméstica y la calle.

A la pérdida de diversidad de los barrios históricos contribuye el cierre de sus colegios públicos, aumentando la deslocalización y privándonos del alegre bullicio escolar que siempre ha dado vida al espacio público. También la progresiva clausura de las tiendas familiares, donde el cliente aún es persona en lugar de consumidor, forzándonos cada vez más a acudir a un centro comercial si necesitamos cualquier objeto de uso doméstico de una cierta calidad. Sin olvidarnos del impacto de las nuevas zonas de expansión urbana, donde se imponen los grandes trazados viarios, flanqueados por edificios a gran escala con micropiscina y microcésped comunitario, de vallas en general opacas que marcan con claridad el linde entre lo habitable y el simple espacio de tránsito. En ellos prolifera el gris y los tonos apagados, en lugar de los alegres colores que las comunidades de vecinos suelen elegir para rehabilitar sus fincas en los barrios antiguos.

Este ha sido tan sólo un breve muestrario de ejemplos que nos invita a tomar conciencia ante un totalitarismo con apariencia de normalidad, revestido incluso con el disfraz de flamante servicio público.

Pero con todo y como todo, la ciudad tiene su reverso: la persistencia de la diversidad y la creatividad ciudadana, la resistencia colectiva e individual a la uniformidad y al deterioro, ilusionante reverso al que, en justa correspondencia, dedicaremos otro artículo.

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