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Publicat el 5 - 11 - 2006 a Levante - EMV
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“Plastic Nostrum”

María Diago

Biòloga i Consultora Ambiental

Andrés Ferrer

Historiador

“Depósito hídrico fundamental para el conjunto de su cuenca, el Mediterráneo es también sumidero final de la mayoría de los desechos vertidos en la misma”. Ricardo Almenar, 1991. Atlas de la gestión del medio ambiente en la Comunidad Valenciana. Conselleria de Medi Ambient, Generalitat Valenciana.

Si nuestro escritor Blasco Ibáñez volviera a la vida en la actualidad y paseara durante un rato a orillas del mar frente a su chalet de la Malva-rosa, a buen seguro que a su famosa novela Mare Nostrum tendría que cambiarle el título modificándolo por el que aparece en el encabezamiento del presente artículo. Y no es porque este mar que nos baña a todos en este rincón del planeta haya dejado de ser nuestro, no es eso. Antes al contrario, nuestra posesión sobre él aumenta a través del creciente parque inmobiliario y náutico, pues el que más y el que menos ya puede acreditar derechos de propiedad sobre las sufridas aguas marinas con un simple apartamento playero o una odiosa moto de agua, que se hace de querer tanto como los quads, azote de última generación de nuestros maltrechos montes.

El cambio del título, como decíamos, obedece más bien por la cosa del Mediterráneo, que a día de hoy casi contiene ya más residuos plásticos de toda clase que vida marina propiamente dicha. Son, con mucho, la especie más abundante de toda la amplia fauna alóctona de desechos sólidos que flotan o se encuentran fatalmente hundidos en los lechos marinos hasta formar parte imperecedera de sus sedimentos, para sorpresa de futuros arqueólogos.

Quién este verano no se ha visto acosado mientras se bañaba plácidamente en la orilla del mar por un banco de bolsas de plástico devueltas justamente por las olas a sus remitentes, en ese momento pillados en bañador casualmente y sintiendo aprensión sólo por notar su contacto en la piel. A quién una botella de refresco de tamaño familiar arrastrada por los vientos, desmejorada -espesita diríamos-, con la etiqueta descolorida medio colgando, no le ha devuelto crudamente a la realidad, cuando navegando a todo trapo en su barquito estaba en feliz trance de sentirse Ulises por las aguas del Egeo. O una bolsa de supermercado con una compra extra de algas rojas putrefactas en su interior medio roto. O un inocente vasito de polipropileno -que por cierto, en tierra tarda unos 1.000 años en biodegradarse-, casi casi con su marca de carmín visible todavía en el borde. O cualquier otro artefacto, vaya usted a saber.

Y ese recordatorio es ya constante y universal en nuestro mar. Ya no hay rincón que esté a salvo de esta plaga silenciosa de plásticos que aceleradamente va invadiendo las aguas. Están omnipresentes, como nuestra propia especie en todo el planeta, su pesadilla más reciente. Si el hombre es la peor plaga de este mundo, diremos entonces que ellos, los plásticos de marras, son sus cagarrutas. ¡Y menuda incontinencia!

No importa lo alejada que esté la playa que escojamos de las concentraciones urbanas e industriales, como si intentamos escondernos en una cala paradisíaca. Igual da; el plástico de turno nos alcanzará al bañarnos o navegar, o al pasear por la orilla. El mar, que nunca descansa, con sus corrientes y oleaje propaga democráticamente toda la basura que sobre él volcamos repartiéndola imprevisiblemente por todos sus confines para hacernos partícipes de ella. El mar no es el patio de atrás, el viejo solar abandonado o el barranco recóndito donde acumular impunemente todo tipo de residuos sin que demasiados se enteren. No. Es como una víctima que se mata una y otra vez pero muere siempre enseñando la prueba del delito: muestra diáfanamente sus heridas.

Y cuando fingimos creer que todavía hay playas de ensueño, los temporales se encargan de arrojar en ellas todo tipo de inmundicias para que los niños se diviertan y aprendan de paso a clasificar los residuos, como hacen papá y mamá con la basura de casa. “Mira nene, esos plásticos al cubito azul. Eso otro al cubito rosa…” Y a la vez también habrá padres agradecidos a Poseidón por semejantes dádivas, ya que a veces hay tal concentración de plástico sobre la superficie del mar que no hará falta alguna colocarles flotadores a sus progenies. ¡Si con semejante lecho flotan solos las criaturas! “Mira lo bien que se ha agarrado Vanesa a esa gran palangana. Cómo mueve ya las piernas en el agua”, dice orgullosa una mamá a otra. “Aguarda”, le contesta ésta, “si mi vecina de rellano tenía una jofaina idéntica”. Palanganas, pozales, botellas. ¡Si casi se podría obrar de nuevo la maravilla que aconteció en el mar de Galilea cuando se conseguía andar sobre las aguas como si nada!

Por otra parte, menos mal que el mar de vez en cuando pasa factura. De sobra es sabido que la proliferación de medusas en el Mediterráneo durante los últimos años se debe, entre otros factores, a que hemos acabado prácticamente con muchos de sus depredadores naturales, como la tortuga marina, que se nos ha ido al otro mundo en parte por la asfixia y parones intestinales provocados por la ingestión de plásticos y colillas, o por quedar atrapada entre restos de redes. Por tanto, las picaduras que de aquellas sufrimos los bañistas cada verano nos las merecemos a conciencia. Los de la Cruz Roja tendrían además que propinarnos un calbot si encima fuéramos de víctimas buscando su socorro. “¡Qué cremita para el dolor ni que leches, hombre!”

Estos bichos con presencia de moco flotante que son las medusas constituyen una justa y sabia venganza de la naturaleza, cuyas picaduras electrificantes podrían servirnos al menos como vacunas para inmunizarnos en lo sucesivo contra nuestra propia idiotez. Pero nos tememos que sería del todo inútil; se nos comerían vivos y aún no nos habríamos enterado de la película. Mientras tanto, proseguiremos bañándonos con los plásticos, navegaremos entre ellos y algún día, si los dioses quieren, nos convertiremos en su misma materia en nuestro querido “Plastic Nostrum”, cuando “nuestras vidas, que son los ríos, vayan a dar al mar”.

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