José Albelda
Professor Universitat Politècnica de València
Elegía Valenciana. (…) No hay otra tierra como ésta, llena de almizcle, / donde el céfiro colma sus odres de perfume; / llena de plantas, cuyas flores son plata y oro / en las mejillas de la tierra, / y riachuelos, taraceas de la Vía Láctea, / que cubren sus orillas de entretejidas flores. / Bella como lo mejor de una vida que fue dulce; / alegre como lo más hermoso / de una juventud que ya pasó. (…) Ar-Rusafí de Valencia; Poemas, Hiperión (1980), p.91.
Nos quedan en la ciudad de Valencia pocos jardines privados, los que podrían asemejarse en algo a aquéllos que elogiaba el poeta nacido en la Russafa árabe allá por los inicios del s. XII, según nuestra forma de medir el transcurso del tiempo. Sin embargo disfrutamos del atractivo jardín público, que acoge a todo tipo de ciudadanos y no siempre tiene vallas que lo clausuran, ni nos pide directamente dinero para entrar a disfrutarlo. En un jardín público encontramos mayor biodiversidad vegetal que en cualquier otro espacio urbano. Árboles no siempre alineados, fructífera mezcla de especies, colores y formas que nos hablan de una cierta ruptura de aquello que llamamos orden. Y quizás por ello, por la influencia que tiene el contexto espacial en nuestro comportamiento, en un jardín la gente se expresa de una forma mucho más diversa, con un nivel de interacción muy poco frecuente en la calle, el espacio público más característico de la ciudad.
Escribo estas líneas pensando en mis vivencias del jardín del antiguo cauce del río Turia. Aunque gran parte de lo que se cuenta podemos encontrarlo o experimentarlo en cualquier jardín que merezca dicho nombre, resulta menos probable en las minúsculas “zonas verdes” con pradera no siempre pisable, algunos arbolitos, bancos, y horizonte de tráfico rodado. Pasamos a describir lo visto en un paseo: estudiantes Erasmus tumbadas en esterillas junto a sus bicis, repasando apuntes o contemplando las nubes en un cielo abierto, que no se encuentra aquí delimitado por los áticos de los edificios. Prosiguiendo el camino, encontramos madres y padres charlando tranquilamente, mientras los pequeños juegan en la hierba o van en bici, sin el permanente temor a que un coche los aplaste en cuanto se desvíe el niño unos cuantos metros, sentimiento habitual de los padres y madres de alguna que otra plaza dura del Ensanche.
Por todo el recorrido del jardín encontramos parejas demostrándose afecto, con mucha más espontaneidad y diversidad de abrazos de lo que permitiría un estrecho banco urbano o la terracita de un bar. ¿Qué sería de los jóvenes que se quieren sin los jardines? Sobre todo los amantes de ciudad que afortunadamente no tienen coche -y difícilmente tendrán piso-, deben valorar en su justo punto la importancia sociológica de los jardines públicos.
Un poco más allá, pájaros galanteando y ancianos reposando en bancos; un grupo de Tai-Chi practica bajo los pinos el arte de la lentitud y la armonía; no muy lejos, una lectora solitaria apoyada en las columnas de Bofill, escuchando el rumor del agua. En el espacio amplio no lejos del estanque, el ritmo de los djembés acompaña a los aprendices que practican juegos malabares. Expresión pública de las habilidades de cada cual, espectáculo inesperado que convoca a algunos ciclistas y padres con carritos que se acercan a escuchar y a mirar. La música y la danza, el que hace y el que contempla, conforman aquí un cuadro de enriquecedora diversidad social. Un señor vestido de domingo pregunta algo sobre el tambor a un chico con rastas en el pelo y muchos anillos en el rostro. Nadie molesta a nadie. Cada uno elige su espacio, la soledad o la compañía, la acción o la contemplación.
El jardín biodiverso -de hierba pisable- nos invita a comportamientos expresivos que ningún otro ámbito urbano permitiría en el mismo grado de espontaneidad y coexistencia. No nos impone roles tan definidos como, por ejemplo, el de paseante callejero, comprador de un centro comercial u ocupante de una mesita en la terraza de una cafetería. La sensación es que, en cuanto nos ofrecen el contexto adecuado, a los ciudadanos nos sale el deseo de libertad por todos los poros.
Se convierte así el jardín público en una metáfora de esperanza, donde la biodiversidad vegetal y animal convocan a la diversidad humana, social, de actitudes. El jardín como reducto de libertad urbana, donde cada cual puede jugar, descansar, comer de fiambrera, cuidar a sus hijos, contemplar, amarse, hacer música y escuchar música, no hacer nada, leer, charlar sin tener que consumir nada, sin tener que pagar nada, sintiéndonos muy poco vigilados.
Los jardines se consideran como el pulmón verde de la urbe, pero son también su piel más habitable, la nueva ágora de una ciudad que ha perdido su dimensión de encuentro. Que no nos quiten ni un metro más de jardines, ahora que también amenazan el de la plaza Manuel Granero, el único que le queda a Russafa. En ello va lo que nos queda de espacio público habitable, el lugar que nos permite recordar nuestra capacidad de expresarnos con mayor libertad, de disfrutar la ciudad en vez de sufrirla.
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