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Publicat el 23 - 7 - 2006 a Levante - EMV
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Por la dignidad de los servicios públicos

Col·lectiu Terra Crítica

Grup format per 24 professionals procedents d'àrees relacionades amb l'urbanisme, el medi ambient, l'economia i la sociologia

El pasado lunes 3 de julio, mucha gente despertó súbitamente de un sueño de esplendor para encontrarse con una pesadilla. Sometidos durante los últimos años a una intensa campaña de autopromoción mediática por parte de los gobiernos de la Generalitat y el Ayuntamiento de Valencia, se encontraron con la triste y cruel realidad de una ciudad con unos servicios públicos que no encajan en ese espejismo fastuoso que tanto se ha publicitado.

La catástrofe de la línea 1 ha tenido un impacto humano, social y mediático de gran magnitud, si bien corre el riesgo, en este último caso, de disolverse pronto en la vorágine de las noticias de un mundo que no se encuentra, precisamente, en un estado de placidez. Si algo ha calado en las últimas semanas en la opinión pública –no hay más que ver los foros de debate- son dos ideas claras: que el accidente era evitable y que el despilfarro de la Administración para determinados eventos y construcciones resulta lacerante al compararlo con la magra dimensión de los presupuestos para los servicios públicos.

Corresponde ahora, al margen de las consideraciones políticas, jurídicas e incluso éticas del caso, reflexionar una vez más sobre nuestro sistema de transportes metropolitano, una reflexión que, con los matices adecuados, puede extenderse al resto de las áreas urbanas del país.

Pocos son ya los desplazamientos que se realizan por el mero placer de pasear o trasladarse de un sitio a otro. Lo habitual es que nos veamos forzados a hacerlo, y el coste que nos supone –en tiempo, en dinero- tiene mucho que ver con la disposición de las necesidades –trabajo, ocio- en el territorio. Un modelo urbano disperso como el que se está impulsando de manera irresponsable, aumenta el consumo de viajes y su duración. Un modelo compacto, en cambio, fomenta la proximidad y favorece los desplazamientos no mecanizados.

Algunas grandes ciudades del mundo -Londres, Nueva York- entendieron en su momento que resultaba más razonable organizar los desplazamientos de manera colectiva que fomentar los modos individuales. Y al mismo tiempo, otras –caso de Estocolmo, por ejemplo- también aprendieron que había que organizar el desarrollo urbano alrededor de las líneas de transporte colectivo.

En Valencia, una red de ferrocarril metropolitano de principios del siglo XX, descapitalizada y a punto de ser desmantelada en el último tercio de ese siglo, se reconvirtió en el esquema inicial de la actual red de metro. Es importante señalar este hecho, porque la Valencia de ese momento ya tenía poco que ver con la de la implantación del trenet. El trazado preexistente condicionó la red actual, incluidos los detalles técnicos que, como el ancho de las vías, no fueron modificados.

Pero lo que nos interesa ahora destacar son las contradicciones entre la aparente apuesta por los transportes colectivos y la inexistente política real de transportes en el área metropolitana. Sin negar los avances en determinados servicios –cercanías ferroviarias, autobuses urbanos- el resultado global resulta a todas luces insuficiente.

No todo el mundo considera que las ciudades que alcanzan el millón de habitantes han de disponer de una red de metro. Hay otras maneras más razonables y económicas de organizar la movilidad en esas zonas urbanas.

En 1973, los habitantes de Zürich (1 millón de habitantes en su área urbana) se opusieron a la ampliación de una incipiente red de metro expresando así su deseo de continuar viajando por la superficie de la ciudad.

La ciudad de Curitiba en Brasil (más de millón y medio de habitantes) optó en los años setenta por habilitar una potente red de transporte colectivo en superficie -autobuses- con reserva de espacio para circular en las calles, lo que le convierte en el modo preferido de desplazamiento para sus ciudadanos.

La construcción de la red de metro en Valencia nunca tuvo por objetivo estratégico liberar la calle de vehículos, lo cual se habría traducido en medidas complementarias muy distintas de las que se adoptaron. Por el contrario, la experiencia muestra que hubo una claudicación del transporte colectivo frente al privado, renunciando por principio a competir con el automóvil por el espacio público de la ciudad, que no es otro que la calle.

Así tenemos una situación contradictoria: la mayoría de los ciudadanos circula en medios de transporte que, o bien son prisioneros del tráfico privado –los autobuses- o bien viajan por el subsuelo.

Arriba y abajo

Uno de los efectos directos de estas políticas lo constituye la segregación espacial y social en el uso de esos medios de transporte. Arriba y abajo, privado-público son las categorías que establecen esa segregación. Véase cuál es el público cautivo del transporte colectivo en nuestra ciudad: niños y jóvenes sin acceso al automóvil, personas mayores, inmigrantes, personal de servicio doméstico, trabajadores de bajas rentas, mayoritariamente mujeres.

Esa segregación espacial en vertical –arriba y abajo- se amplía a la dimensión horizontal: muchos de esos usuarios son a la vez víctimas de la suburbialización de las ciudades, siendo impelidos a vivir en las periferias más asequibles por su precio. En consecuencia, no solo están condenados a viajar bajo tierra sino, al mismo tiempo, a recorrer mayores distancias: parte del ahorro en vivienda se va en transportes y en tiempo libre.

Da la impresión, por tanto, que en un momento como el actual, con dinámicas urbanas tan complejas y cambiantes, la construcción de nuevas redes de metro –Sevilla está en ello- responde a razones que poco tienen que ver con la lógica de la racionalidad económica y ambiental de los transportes urbanos, por mucho que se promocionen como ecológicos y socialmente positivos.

Hemos repetido en varias ocasiones que en nuestro país no existen auténticas políticas de transporte, ni a escala territorial ni a escala urbana: tan solo hay una frenética carrera para transformar ingentes cantidades de dinero público en costosísimas obras de infraestructuras, en ocasiones salpicadas por sospechas de corrupción.

Es cierto que el metro de Valencia ha aumentado considerablemente el número de viajeros en los últimos años, pero las calles de la ciudad siguen atiborrándose de coches y ésa es la prueba del nueve de que las cosas no se han hecho bien. Por otro lado, los crecimientos urbanos van por un sitio y la gestión de los transportes, por otro. En paralelo, el déficit de los dos grandes operadores del transporte urbano –FGV y EMT- va en aumento, sin que la calidad del servicio y la cobertura del mismo mejoren. Muchos viajeros de esos servicios, especialmente de los subterráneos, soportan condiciones de frecuencia y confort inaceptables en una ciudad donde, por otra parte, se crean y mantienen instalaciones costosísimas de escasa rentabilidad social con cargo a los impuestos de la ciudadanía.

Mientras, recursos básicos como el espacio público y grandes presupuestos van a fomentar el uso del transporte privado, y los servicios públicos languidecen, un mal que por desgracia se extiende a otros sectores como la sanidad y la educación.

La terrible tragedia de julio no debería centrar el debate exclusivamente en la seguridad de los transportes, una cuestión de prioridad incuestionable que, con la tecnología disponible, debería estar asegurada al máximo.

El transporte colectivo necesita con urgencia un plan de modernización y dignificación que solo será eficaz si simultáneamente se detraen recursos de los proyectos viarios y se rescata el espacio público de nuestras ciudades para andar, pasear, circular en bici y favorecer el uso de autobuses, tranvías y taxis, abandonando la idea de seguir perforando el subsuelo urbano para ampliar un sistema de dudosa eficiencia social y ambiental.

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