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Publicado el 26 - 3 - 2006 en Levante - EMV
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La Comunidad Valenciana como parque temático

José Albelda

Profesor Universitat Politècnica de València

(…) Disneylandia no es un caso único. Enchanted Village, Magic Mountain, Marine World… Los Ángeles está rodeada de esta especie de centrales imaginarias que alimentan con una energía propia de lo real una ciudad cuyo misterio consiste precisamente en no ser más que un canal de circulación incesante, irreal. Ciudad de extensión fabulosa, pero sin espacio, sin dimensión. Baudrillard, J.; Cultura y simulacro (1978).

Veintiocho años han transcurrido desde que el sociólogo francés escribiera su conocido libro, y desde entonces se ha ido consolidando y expandiendo cada vez más el modelo de la cultura del simulacro y la tematización. También lo encontramos en la forma de “vertebrar” la Comunidad Valenciana. Tenemos parques temáticos propiamente dichos -Terra Mítica-, pero sobre todo un modelo mucho más poderoso y polimórfico que va transformando aceleradamente el territorio: urbanizaciones exclusivas y excluyentes donde pernocta el trabajador urbanita, proyectos de ciudades del deporte, de vacaciones termales y, por supuesto, ciudades del ocio y el consumo intensivo, entre otros muchos ejemplos.

Como aprendimos de Las Vegas, a la especialización le sigue la desconexión con el entorno. Una ciudad temática puede surgir en medio de la nada, o peor aún, quebrar con su presencia la continuidad del paisaje, los usos tradicionales del suelo, la identidad histórica del lugar en el que se ubica.

La siguiente clave de todo modelo temático que se precie es la ilusión. Pero junto a la clásica fantasía para distraer al personal, ahora encontramos una ilusión mucho más poderosa: pensar que con los medios técnicos actuales, la legislación favorable y el respaldo de poderes y dineros públicos, se puede hacer todo, construir todo. Si no hay agua, ya la pediremos sobre la marcha; si no hay servicios o las carreteras no dan abasto, exigiremos que la autoridad competente nos lo solucione. Ya se sabe, en un mundo de ilusión todo es posible. Si molesta la autopista o un centro comercial para terminar de urbanizar lo que nos queda de costa, se trasladan un poco más hacia el interior, donde aún nos queda algo de huerta por sepultar. Ojalá no se cumpla este nuevo muro que tapiaría el mar, limitando la posibilidad de contemplarlo.

En realidad esta velocidad de transformación no la podríamos integrar culturalmente si nuestra mirada fuera menos obediente, menos sojuzgada por la falacia del “progreso inevitable”. Por eso para que triunfe una cultura de la tematización y del simulacro es fundamental saber generar ilusión de sentido. Hay que educar a la gente con todos los medios posibles -especialmente públicos, como ocurre en la Comunidad Valenciana-, para convencerle de que se están haciendo cosas maravillosas, acertadas, “de interés general”. Y en efecto, bastantes ciudadanos se encuentran hipnotizados por esta ilusión temática que tan bien nos están vendiendo. Debemos reconocer que una parte importante de la población está contenta con la Ciudad de las Artes y las Ciencias, y no parece sin embargo excesivamente escandalizada por lo que simbolizan las dos barracas semisepultadas en los terrenos de la ZAL, a modo de resto temático de lo que antes fuera la verdadera huerta de La Punta. En parte se trata de un problema de visibilidad. Todo ese dinero invertido en dotaciones para barrios, medio ambiente urbano, educación o sanidad resultaría menos monumental. Socialmente más útil, es cierto, pero menos emblemático, qué le vamos a hacer.

Por citar algún ejemplo de compensación, por supuesto que hay que valorar positivamente proyectos como los nuevos parques y jardines urbanos o periurbanos. Y cada vez que voy el extenso jardín del cauce del Turia, sigo alegrándome por toda la diversidad que alberga. No me refiero precisamente a la vegetal, sino a la gente paseando, circulando en bici, tocando el yambé o tomando el sol, expresando libremente su creatividad y sin tener que consumir algo cada diez minutos.

Pero ¿acaso podemos evitar la sensación de pérdida cuando la huerta y los ecosistemas boscosos y litorales mediterráneos se convierten en un mar de edificios o de adosadas clónicas? No, no podemos. Y no hay que pensar que se trata de una visión inmovilista, reticente ante la evolución. Toda ciudad, todo territorio está siempre en continuo cambio. Pero hay que analizar cómo se transforma, y si es en función de intereses generales de la ciudadanía o de sectores empresariales concretos. Aquí nos topamos con uno de nuestros más graves problemas: la velocidad con la que avanza una proliferación urbanística sin orden ni concierto, imbuida por ese concepto amplio de tematización donde todo se aísla, impermeable ante la diversidad, sin respeto por la identidad del paisaje. Un modelo de urbanización limitado a un uso predominante, simplificado, sin ningún respeto por los principios de sustentabilidad ecológica. Cuando llegue el tiempo en el que se desvanezcan las ilusiones, siempre fugaces, no resultará nada fácil desmontar tanto parque temático de hormigón y de acero.

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