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Publicat el 24 - 4 - 2005 a Levante - EMV
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El chimpancé, los humanos y el respeto entre las especies

José Albelda

Professor Universitat Politècnica de València

KOKO. “Ella habla en lenguaje de signos (el de los sordomudos) empleando un vocabulario de más de mil palabras. (…) Llora cuando le hacen daño o la dejan sola, grita cuando está asustada o encolerizada. Habla acerca de sus propios sentimientos, usando palabras como ‘feliz’, ‘triste’, ‘miedo’, ‘goce’, ‘ansia’, ‘frustración’, ‘cólera’ y –bastante a menudo- ‘amor’. Hace duelo por quienes ha perdido –su gato favorito muerto, o un amigo que se marchó lejos. Puede hablar de lo que pasa cuando uno muere, pero se siente inquieta e incómoda cuando le piden que discuta su propia muerte o la de sus compañeros”. (Cit. en: Mosterín, J. y Riechmann, J.; Animales y ciudadanos, Madrid, Talasa, 1995, p. 187).

Koko, la protagonista de la cita anterior, es una gorila de 20 años de edad a la que alude Peter Singer –una de las máximas autoridades mundiales en lo que a ética animalista se refiere- para insistir en la necesidad de otorgar derechos básicos para los primates. Al margen de la similitud de sus nombres, existe una gran cercanía entre esta gorila socializada por los científicos y Coco, el chimpancé que murió abatido en el zoológico de Valencia hace pocos días. Las diferencias que separan a estos dos primates, la capacidad de comunicarse con los humanos a través de un lenguaje aprendido o ser de especies distintas, son mucho menores que lo que les une: la capacidad de ser autoconscientes, de amar, de sufrir, en un grado cercano a los humanos.

De hecho, los estudios en genética nos indican que compartimos con los chimpancés el 99% de nuestro material genético, y por lo tanto los humanos y los chimpancés somos genéticamente más próximos que, por ejemplo, los chimpancés y los gorilas. Las apariencias físicas a veces engañan. Pero los expertos en ética animalista y primatólogos como Jane Goodall, premio Príncipe de Asturias, tienen muy claro que deben ser tratados con un exquisito respeto, al menos por su proximidad a nosotros, es decir, incluso desde una postura antropocéntrica. Y como se trata de no engañarnos, de comenzar por no meter en el mismo saco a todos los animales –el chimpancé y el mosquito, por ejemplo- en lo que respecta a las consideraciones éticas de nuestra interacción con ellos, no debemos pasar página sin profundizar algo más sobre las circunstancias de la muerte de Coco.

En primer lugar, ante lo publicado sobre el suceso surgen varias preguntas. El director del zoológico insiste en defender la seguridad del recinto, sin embargo es la tercera vez que se produce un fuga de primates en el zoo de Valencia ¿Es esto seguridad? Y si, como han declarado expertos independientes, un chimpancé adulto puede ser agresivo ¿pueden aceptarse tres fugas, que ponen en peligro tanto a los animales como a los ciudadanos, sin exigir responsabilidades? Y ya que existen precedentes de fugas anteriores, ¿no pueden prever las autoridades del zoológico algo tecnológicamente más preciso que una cerbatana para los dardos tranquilizantes? Y si, como finalmente ocurrió, se decide utilizar balas ¿hace falta dispararle cuatro tiros necesariamente mortales? No lo sé, es arriesgado emitir juicios sobre acontecimientos tan rápidos y decisivos sin haberlos presenciado. Pero en cualquier caso se trata de un desenlace fatal donde indudablemente ha habido una mala gestión –reincidente- por parte de los responsables del zoológico.

Pero profundicemos algo más. Coco decide esta vez fugarse con toda su familia, su compañera y las cuatro crías, incluida una de menos de un mes. ¿No sería que no deseaba esa vida para la nueva cría, tras la experiencia de sus veintisiete años de reclusión? No lo sabemos, no podemos conocer lo que pensaba Coco, no podemos entrar en la mente de un chimpancé. Pero sí conocemos su nivel de desarrollo, hasta el punto en que es muy cuestionable que encerremos a seres tan autoconscientes de su privación de libertad. Y no caigamos en los tópicos de las bondades de los zoológicos en lo relativo a educación ambiental o preservación de especies en vías de extinción. Ya existen centros donde se cuidan y reproducen animales para reintegrarlos en su hábitat natural, no para mantenerlos confinados el resto de sus vidas.

En nuestra actual sociedad mediática, los niños pueden aprender mucho más de la vida de los animales salvajes a través de los reportajes y canales temáticos de naturaleza que observándolos en un zoo, donde su comportamiento difiere mucho del que tendrían en su ecosistema natural. No puede haber buena educación ambiental encaminada al conocimiento y respeto por los animales, si falla estrepitosamente la base: muchos de los animales salvajes que se exhiben sufren por su obligada privación de libertad. El bioparc tampoco es la solución. No se trata de agrandar el espacio o embellecerlo, sino de evitar la cautividad.

El progreso más necesario en las sociedades humanas, el progreso ético, es lento. Antaño se exhibían humanos deformes en ferias y circos ambulantes. La gente pagaba por esa atracción sin ningún sentido de culpabilidad, porque culturalmente era admitido. Ahora ya no se hace. Hemos progresado. Quizás dentro de unos decenios nos resulte impensable mostrar primates en jaulas acristaladas.

La muerte de Coco se olvidará pronto, enterrada por muchas otras noticias de importancia. Mientras tanto, los ciudadanos que decidan seguir visitando el zoo contemplarán una familia de primates entristecida, porque como los humanos, recordémoslo, los chimpancés tienen capacidad de duelo y por lo tanto sufren cuando alguien muy allegado muere.

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