Votando con los pies

El furioso “boom” de la construcción que soporta nuestro país no sólo es visible y evidente en la ciudad de Valencia. Con una intensidad semejante, si no mayor, es perceptible en la mayoría de los municipios próximos a la capital. Se construye, se construye, se construye… Uno, en su ingenuidad, supone que esos miles y miles de viviendas que en Moncada, Náquera, Torrent…se están construyendo, serán destinadas a ser ocupadas por familias que han decidido cambiar de residencia, “irse a vivir en la naturaleza”. Es posible. Pero en cualquier caso, esas familias viven hoy en alguna otra parte, digamos en la ciudad de Valencia. Venderán su vivienda en la ciudad, cogerán sus bártulos y se trasladaran a vivir fuera, en el campo, en la Naturaleza.

Este proceso, que hoy es evidente y palmario, viene de lejos en el tiempo. Puede resumirse en la expresión que titula este artículo: votar con los pies. La gente, las familias, muestran sus preferencias locacionales marchándose a vivir a otro sitio, votando con los pies. Claro está que ese voto no es precisamente gratis: un adosado mediocre vale un dineral y hay que hipotecarse de por vida para pagarlo. A pesar de eso, muchos conciudadanos asumen ese coste y abandonan la ciudad por las poblaciones y urbanizaciones de la periferia metropolitana.

Desde hace uno quince o veinte años, el número de residentes en la ciudad de Valencia que traslada su domicilio a municipios próximos –hasta unos treinta o cuarenta kilómetros de Valencia- es creciente. Lo que se dice una tendencia firme y consolidada. Entre diez y quince mil personas abandonan cada año Valencia para irse a vivir a su periferia. Quizás la suma total de estos años se acerque a los 150.000 residentes que han ”emigrado” desde Valencia-ciudad, al área metropolitana.

Obviamente, no hay nada que objetar a las decisiones personales que toma cada ciudadano, sobre todo si se las paga de su bolsillo. Ocurre que este masivo votar con los pies, marchándose con la música a otra parte implica eso, llevarse la música. Quiero decir que estas familias que se han trasladado y que siguen trasladándose desde Valencia, ayudan a vaciar la ciudad: los comercios pierden clientes, las calles animación, las viviendas residentes…, en fin que la ciudad se vacía y se empobrece. Pierde tono vital. Y también supone un coste económico elevado.

Como en la vida todo tiene problemas, el irse a vivir fuera de Valencia no resulta gratis ni económica ni socialmente. Porque una vivienda (en realidad, miles de viviendas) necesita infraestructuras. Ya saben, tener agua corriente y, si es posible, potable, luz eléctrica que no falle, que recojan las basuras todos los días, escuelas públicas para los chicos, sitio para aparcar el o los coches, transporte colectivo decente y carreteras suficientes para ir al trabajo –que ahora queda lejos-… Estas infraestructuras no suelen estar presentes en muchas zonas periféricas. De momento se paga el coste de carecer de algunas de ellas y, en el futuro, se pagará el coste de construirlas. Y es muy probable que las paguemos entre todos: los que han emigrado a la periferia metropolitana y, esa es la faena, los que se quedan a vivir en ella. Estos pueden pensar, con razón, que están subvencionando a los que se emigran hacia la naturaleza, pagándoles las infraestructuras que no existen y que sólo ellos precisan.

De cualquier manera, parece conveniente reflexionar sobre las consecuencias de todo tipo que tiene para la sociedad este proceso. Más que nada porque es un proceso que afecta a la vida y hacienda de todos los ciudadanos: a los que deciden emigrar y a los que permanecen en Valencia.