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Publicat el 11 - 5 - 2003 a Diari Levante - EMV
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Turismo contra territorio

José María Nácher

Professor del Departament d'Economia Aplicada. Universitat de València

El turista valora toda su experiencia en el territorio que visita. Volverá a (o tal vez recomendará) la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el hotel, Terra Mítica, la casa rural, el museo o el apartamento alquilado si le satisfizo el territorio en su conjunto. Los fallos en seguridad ciudadana, aeropuertos, puertos, carreteras, ferrocarriles, aparcamientos, en las redes de abastecimiento de agua potable y electricidad y en la depuración de residuos, el deterioro del patrimonio y del paisaje rural y urbano pueden dar al traste con la satisfacción última del turista. Y del ciudadano que vive en el destino, claro.

Durante años, los turistas han venido por nuestros atractivos baratos. Sol, clima y playas parecen gratuitos. Y las actividades del turista en los destinos han sido muy simples. En el límite, las temibles tres p's : playa, paseo y pipas. Así que no ha habido necesidad de ofrecer más y mejores cosas. Vienen y, por tanto, deben estar satisfechos, ya sea en masa, ya sea en su segunda casa. Dejan ingresos todo el año en la construcción y mucho dinero en verano para la industria turística que invernará el resto de meses.

El grupo de interés construcción-turismo ha recibido ayuda de todos por mediación del gobierno. ¿Qué instalaciones y servicios públicos habríamos podido tener con el dinero gastado en Terra Mítica y la Ciudad de las Artes y las Ciencias? Gracias a un curioso liberalismo , la ciudadanía pagará estas obras con impuestos futuros (para devolver la mayor deuda pública regional de España) y la financiación para educación, sanidad y vivienda (por ejemplo) escasea.

A fuerza de construir sin parar y sin orden, el territorio ha sido ocupado de manera colectivamente irracional. Los ecosistemas litorales y un modo de vida milenario perdiéndose para siempre; agua a importar de fuera que dejamos escapar aquí en las incesantes urdimbres de tuberías para más y más plazas turísticas; eje viario mediterráneo colapsado y concentraciones muy altas de CO2; jóvenes atraídos por el dinero fácil en hostelería-construcción y sin cualificación para otros empleos cuando ya no quepa más cemento; españoles y alemanes con segunda casa en nuestra costa y jóvenes de aquí sin poder acceder a su primera casa.

Pero las cosas están cambiando. Muchos turistas se cansan del sol, playa, clima y servicios básicos. Que coincidan las vacaciones de papá y mamá es más difícil. Se exige más profesionalidad y otros atractivos. La calidad ambiental comienza a ser un valor añadido. Eso sí, sigue habiendo turistas inexpertos que disfrutarán de las tres p's . Pueden irse a destinos similares al nuestro con precios inferiores.

Pues que se vayan. Es el turno de esos lugares. A cada cual lo suyo. Les llevamos tres o cuatro décadas de ventaja. Que se note.

Hay que atraer a turistas más exigentes. Dejan más dinero y menos congestión. Para eso, tenemos primero que reflexionar colectivamente sobre si el patrimonio cultural y natural, la sociedad civil, las empresas y los gobiernos pueden ofrecer otros atractivos y actuar más profesionalmente. Las empresas y los empleos serán más duraderos. Las cosas que nos distinguen, nuestro modo de vida, también.

No hemos hecho el esfuerzo. No sabemos si nos conviene urbanizar o no, si son mejores viviendas unifamiliares, apartamentos u hoteles, si el territorio al margen de las playas es potencialmente atractivo. Ignoramos cuanta gente podría apostar a producir con calidad y sostenibilidad.

Nuestros gobiernos no han querido dialogar. Anuncios (increíbles) y poco más. En Baleares y Canarias han respondido a similares retos. Se apunta a una política turística consciente del territorio y se proponen objetivos y métodos bien distintos a los nuestros. Es pronto para opinar sobre los logros insulares. Pero, con virtudes y defectos, ambos proyectos siguen el principio de precaución . Y la posibilidad de detener el proceso constructor está muy presente en los dos casos.

Algo así hemos de hacer. Pensar el territorio y llegar a acuerdos de mínimos para la convivencia de la población y los turistas. Por elemental precaución.

Y el caso es que, de pronto, tenemos sorpresas. Hay energía social inesperada. Prende la chispa del urbanismo participativo. Surgen empresas, asociaciones y gobiernos locales que quieren vérselas con turistas exigentes.

No perdamos la esperanza. La deuda pública limita el margen de maniobra. Pero convertir acuerdos sociales en leyes es una tarea del gobierno. Hasta ahora nos hemos enterado por la prensa de proyectos azules para rediseñar el territorio.

Cada uno va a la suya. Es lo peor. Y durará poco.

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